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Mi hoyo es cálido y luminoso. Sí, muy luminoso. Dudo que en toda Nueva York haya un lugar más iluminado que ese hoyo en que vivo, y al decirlo no excluyo Broadway, ni tampoco el Empire State Building en una noche soñada por un fotógrafo. (…) Mi rincón en el sótano tiene exactamente mil trescientas sesenta y nueve luces. El techo, todo él, pulgada a pulgada, está cubierto de bombillas (…). No son tubos fluorescentes, sino bombillas del tipo antiguo, de más consumo, con filamento. (…) Nada, ni tormentas ni inundaciones, podrá impedir la satisfacción de mi necesidad de luz, de más y más luz. La verdad es la luz, y la luz es la verdad.

 

Ralph Ellison, El hombre invisible, 1952

 

A algunos les vendrá a la cabeza leyendo este párrafo una de las grandes y detalladas fotografías del célebre fotógrafo canadiense Jeff Wall (Vancouver, 1946) del MoMA. Uno incluso podría decir que estas palabras están describiendo la escena de aquel hombre sentado de espaldas secando la vajilla con la mirada perdida en una habitación donde no cabe ni un alfiler y cubierto por cientos de bombillas. No obstante, si estuviéramos enfrente de la gran transparencia montada sobre caja de luz del MoMA y leyéramos la cartela de la misma, veríamos que la fotografía se titula After “Invisible Man” by Ralph Ellison, The Prologue.

 

Así que no es la imagen la que precede al texto, sino al contrario, el admirable Wall con su minucioso diseño y montaje de escena ha conseguido crear una imagen teatralizada de cómo se imaginaba él exactamente el momento descrito por Ellison en el Prólogo de su libro. Así vemos al protagonista en su “hoyo en el sótano” de una zona limítrofe con Harlem, ensimismado y pensando en su invisibilidad, escuchando en su radio gramola a Louis Armstrong cantar “¿Qué hice yo para ser tan negro, Para ser tan triste?”, y cubierto por sus 1369 bombillas. ¿Serán exactamente 1369? Estoy convencida de que nadie se ha puesto a contarlas pero todos hemos dado por hecho que el meticuloso Wall se encargó de que fueran ese número exacto.

 

Y comienzo hablando del gran fotógrafo canadiense y en concreto de esta fotografía narradora del prólogo de El hombre invisible de Ralph Ellison, porque la construcción de la escena, su artificio, teatralidad y, sobre todo, el barroquismo de concepto y forma de la imagen, me vienen inevitablemente a la cabeza al ver el trabajo de Aurore Valade (Villeneuve-sur-Lot, Francia, 1981).

 

Al Igual que Wall, la fotógrafa francesa elige, diseña y recrea los escenarios de sus imágenes, los cuales edita digitalmente a posteriori, pidiendo a sus protagonistas no solo que posen, sino que se comporten como actores para conseguir así ciertas actitudes y gestos que llevan consigo esa verosimilitud y teatralidad que les hace parecer fotogramas cinematográficos.

 

Alegorías del exceso.

AURORE VALADE

 

COMISARIADO DE LAURA JIMÉNEZ IZQUIERDO

Biografía:

 

Aurore Valade (Villeneuve-sur-Lote, Francia, 1981) es graduada por la Escuela de Bellas Artes de Bordeaux y por la Escuela Nacional Superior de Fotografía de Arlés. Miembro de la Casa Velázquez – Académie de France en Madrid durante 2015 y 2016. Ha obtenido diversos premios como el premio de la Fondation HSBC pour la photographie en 2008, el premio Quinzaine photographique nantaise en 2006 o el Arca Swiss en 2005. Su obra está representada por la galería Stieglitz19 en Anvers, Gagliardi e Domke en Turin y es miembro de la Agence photo Picturetank de París.

 

Su obra es conocida por las imágenes en las que invita a sus modelos a recrear escenas inspiradas en lo cotidiano. Crea imágenes que juegan con el registro iconográfico de la escenografía. Confronta al espectador con clichés y reflejos significativos de la situación social, económica y cultural del momento actual.

 

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Para lograr toda la composición y escenificación parece que Valade tiene junto al guión de cine de su propia película el tratado De prospectiva pingendi de Piero della Francesca, ya que todos sus interiores están enmarcados con una perspectiva lineal perfecta y el mismo punto de fuga central. De hecho, en su serie Rittrati Torino adopta para los retratos de sus modelos el mismo patrón que el pintor italiano en su Díptico del Duque de Urbino: un perfil con la mirada serena y perdida al frente. Enmarcados todos los perfiles en un lienzo blanco que dista de toda la saturación de ornamentos y colores del resto de la sala,  se presentan así en un rincón puro y limpio en el que se retrata la naturalidad del modelo.

 

Sin embargo, ¿dónde se encuentra el retrato real? Dentro de los límites de ese lienzo que presenta al modelo desnudo y natural o, por el contrario, en todo el contexto en el que de verdad se encuentra “enmarcado”, con su ropa, sus pertenencias, su hogar, las noticias del momento en el que vive y la ciudad en la que habita. La artista se cuela en la intimidad de sus retratados, estudiando su cotidianidad y vida personal, planteando visualmente esa cuestión de Ortega y Gasset de si “uno es uno y sus circunstancias”. Es en ese exceso de ornamento en el que vemos toda la personalidad del modelo: su manera de vestir, si tiene hijos o mascotas, si tiene un gusto más minimalista o más clásico y barroco, qué libros y qué tipo de prensa lee, si le gusta el arte o si prefiere ver el tv show de Paris Hilton.

 

Y con todo ese juego de escenificación y drama, de colores y formas, de perspectivas y encuadres y con toda esa estética de saturación y minuciosidad, de añadidos rebosantes pero exactos, Aurore Valade crea así sus “mises en scènes” de nuestra cotidianidad y actualidad. Y si uno se siente saturado por el nivel de detalle, por el abuso de color, o por las 1369 bombillas de la fotografía de Wall, que mire a su alrededor y se pregunte si no vive él mismo en esa demasía de excesos.

 

 

Laura Jiménez Izquierdo

Octubre 2016

Así como Jan van Eyck y los pintores flamencos del XV saturaban los interiores de sus escenas de iconografía que aludía a los personajes retratados, Aurore Valade presenta una iconografía de nuestra situación social, económica y cultural. Y digo “nuestra” y no “de los modelos” porque a pesar de la supuesta singularidad y originalidad de las vidas que retrata, muchos nos podríamos ver identificados con la personalidad visual que reflejan esos interiores. Al final, son comunes, corrientes, globalizados; pero todos comparten ese detallismo teatralizado, saturado y kitsch. Una alegoría del exceso de nuestro tiempo, de la exigua distancia entre lo privado y lo público.

 

Es una estética de lo posmoderno, de la saciedad y el detalle. Es una complejidad en la que el espectador acaba perdiéndose y entrando a entenderla, a buscar algo con lo que identificarse, o a jugar a intentar descubrir qué es real y qué está añadido con photoshop.

 

Aurore Valade tiene más series fotográficas en las que juega a esta saturación barroca. En Interiores mexicanos vemos como la artista da un paso más allá y mete todo el colorido e iconografía de la cultura mexicana en escasos metros cuadrados. Telas y tapices, máscaras de lucha libre y de bailes tradicionales, frutas exóticas y, por supuesto, mucho, mucho color.

Sin olvidar nunca esa perspectiva italiana “a la Francesca” y su punto de fuga centrado, la fotógrafa pasa de lo excesivo a lo mínimo y sencillo. En su serie L’or gris deja de lado toda la saturación y relleno de sus otras series y se ciñe a lo más puro. En unos espacios limpios, luminosos y de paredes blancas fotografía a sus retratados en el apogeo dramático de su obra de teatro que bien nos podría recordar a la Tragedia Endogodinia de Romeo Castelluci.

 

Entre bóvedas de aristas, muebles de mármol, arcos ligeramente apuntados y capiteles o en una habitación completamente vacía que solo cuenta con un ventanal, una puerta de madera y una escultura, aparecen 2 ancianos fundiéndose entre ellos. Dando la vuelta a la imagen estereotipada del anciano pasivo y desanimado, vemos aquí un éxtasis de amor congelado de dos cuerpos que, aún con muchos años cargados a sus espaldas, aman intensamente igual.

Dentro de la misma serie, Valade hace otros guiños a la historia del arte y a la iconografía clásica. Continuando con sus escenarios blancos, nos encontramos con un espacio derruido y en el centro una Caritas romana moderna, con una Pero de tez negra amamantando al que podría ser su padre Cimón a escondidas, alerta por si viniera alguien y les viera. También actualiza otras escenas como el Viejo con su nieto de Ghirlandaio, donde las miradas de ternura entre el abuelo y su nieto son las mismas que en el cuadro de finales del XV, pero la ropa y la ciudad de fondo corresponden a nuestro tiempo.

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