top of page

 

“El recuerdo de mi voz

será un vestido apolillado”.

Sonia Marpez, Escala de grises.

 

Dos preguntas fundamentales se erigen en el centro de esta exposición: una es epistemológica -¿cómo conocemos lo real?-; y otra, de carácter ontológico -¿cómo nos constituimos en ser? No se preocupan del debate clásico de estas áreas filosóficas, sino seguramente de otras más cercanas a la manifestación artística: cómo somos y no qué somos. El arte da por perdido el absoluto como tal, y se centra en sus representaciones. A efectos prácticos, Reminiscencia es un punto de inflexión entre lo que se da de real e imaginario en torno a una misma existencia humana. Con ella, asistimos a la reaparición de la obra de un fotógrafo olvidado; un funambulista que vacila entre el magnetismo de dos polos: la exposición al olvido y la inexistencia en la pura ficción, o el reconocimiento de su veracidad mediante la reminiscencia. Con la selección que hace Sonia Marpez, también fotógrafa y poeta, lo vemos de nuevo habitante del mundo; podemos imaginar a partir de las instantáneas, cómo vivió o con qué disfrutó.

 

El olvido se convierte en esta exposición en agente principal para articular las preguntas, pues en él se mezclan las dos esferas de la existencia: lo real y lo ficticio. Cuando el autor fue olvidado por las generaciones posteriores a su muerte, se expuso al riesgo de “dejar de haber existido” definitivamente y transformarse en ficción radical: en una hipótesis arbitraria como otras posibles dentro de la verosimilitud. Habría bastado que estas últimas tomas conservadas hubieran sido guardadas en otro lugar menos afortunado para que el fotógrafo hubiera dejado de existir irrevocablemente y el olvido ejerciera en él el poder transformador de la realidad en ficción (y viceversa) que posee.

 

La reminiscencia llega a tiempo y amortigua el trágico final que es el olvido para una existencia humana. Reminiscencia cambia el curso de su historia y da testimonio de la vida del fotógrafo desconocido, le brinda estatuto de realidad. En este caso, la reminiscencia es su obra fotográfica, aquello que, en vida, curiosamente, supuso su ficción, donde la persona se mezclaba con lo imaginario y con el símbolo. Podríamos haber especulado con alguna foto parecida a las que hizo, pero, el tenerlas aquí, afortunadamente, lo libra de nuestra imaginación. El autor aquí presentado ha existido; se ha hecho real por medio de su obra.

 

Las reminiscencias, así, se descubren como elementales aún en vida para dar carta de autenticidad al ser. Marcel Duchamp hacía una reflexión aplicable al caso cuando decía que, de existir un pintor sobresaliente en el corazón del África negra, si estaba aislado en la selva, y nadie conocía sus cuadros, ni aquel pintor existía, ni su arte resultaba ponderable: desconocido por la sociedad, no existía verdaderamente. Esto nos lleva a pensar en cómo existimos, cómo nos constituimos en ser. Ha estado de acuerdo la ontología tradicionalmente en que la condición del ser en sí -en su intransitividad- es indecible. No obstante, hay una explicación en la etimología de existir, pues significa ex-, “hacia afuera”, sistere, “manifestarse”. Definición que nos hace revisitar al ser conforme a una idea previamente intuida: que para llegar a ser, el humano tiene que proyectar y prodigar su alma en elementos externos a sí, sujetos u objetos, pues la existencia del ser ocurre en la alteridad.

 

Probablemente, lo más temible al final de una vida, sea comprobar que la existencia de uno no ha tenido eco. Para existir, hay que “ser dicho”, obteniendo lugar en algún lenguaje. Estamos en el mundo en la medida en que nos proyectamos en otros -objetos o sujetos. Es decir, existimos intermitentemente, a expensas de “ser dichos” en algo externo que nos devuelva nuestra identidad, nos dé nombre y rango de existencia con él. Cuanto más conectamos y diversificamos nuestro ser, más existentes y de forma más plena nos hacemos.

 

Del mismo modo, la consistencia hipotética del sujeto, como entidad acabada en su cuerpo, deja de ser tan evidente. Nuestra corporeidad, objetiva y cuantificable, deja de corresponderse con la pluralidad que nos forma. Nosotros no sólo somos nosotros en una forma cerrada y aislada. Y más aún, “yo” siempre remite a un “nosotros”. La existencia está sumamente reñida con su enunciación. El presente fotógrafo llega a ser cuando lo nombramos; cuando mostramos su obra perdida y lo revalidamos. Y, lo más paradójico, ¿cómo lo conocemos? O, ¿cómo nos conocemos? A través de lo que fue el área más ficticia de su existencia: su fotografía. A medida que diversificamos nuestra alma en reminiscencias, también nos conocemos por ellas. Elocuentemente, estas reminiscencias, agentes externos de nuestra identidad, son siempre, en parte, una ficción de las posibles. En la presente Reminiscencia, conocemos al fotógrafo sólo a través de una parte de lo que fue. De cualquier modo, tampoco llegamos a conocer nunca de manera completa a nadie, dice el cineasta y escritor David Trueba. Así ocurre también en la fotografía.

 

Igual que decíamos, el ser no es un absoluto en sí mismo, sino que se completa en las proyecciones externas, el conocimiento no ocurre tampoco de forma conjunta e introspectiva. Rosalind Krauss remite a la “fase del espejo” de Lacan al hablar del índice: el niño -de meses aún-, en una primera experiencia de alienación al reconocerse en su reflejo, se entiende como objeto escindido, asimila su ser y, a partir de estos referentes, puede conformar su historia, su temporalidad. Incluso, Roland Barthes escribe en La cámara lúcida que “la fotografía es el advenimiento de yo mismo como otro”. La fotografía, como lenguaje, ha perdido el carácter semiológico de la representación, pues en ella la relación entre referente y representación es causal. La reminiscencia del referente en la representación se vuelve “carnal”; el cuerpo de la cosa fotografiada se une a nuestra mirada mediante la luz. Algo nos empuja a creer en ella, desaparece la distinción entre lo imaginario y lo real, dice André Bazin.

 

El lugar donde encuentra Barthes el lenguaje propio fotográfico es en los espacios que dé la imagen a la connotación -en el estilo del autor, por ejemplo-, es decir, aquel valor que permitía la resignificación de lo conocido. El lenguaje, la significación y comunicación de sentidos auténticos, no ocurre por denotación, sino en su negativo, el resquicio que queda para la originalidad y la interpretación. La fotografía que aquí nos muestra Sonia Marpez es en su total en blanco y negro. Como ella misma ha valorado, este formato propicia nuevas connotaciones ya que el blanco y negro muestra a la vez que oculta parte del conocimiento que brinda en su escala de grises. Vuelve a plantearnos qué conoceremos del autor; qué parte de verdad puso en su ficción, o qué hay de ficción en su verdad y su existencia.

 

Gabriela Giménez de la Riva

Junio 2016

 

 

El punto final es un satélite

donde habitan las historias

que no pudieron ser contadas.

 

Sonia Marpez, Escala de grises.

Reminiscencia.

SONIA MÁRPEZ

 

COMISARIADO DE GABRIELA GIMÉNEZ DE LA RIVA

Biografía:

 

Sonia Marpez (Galicia, 1987). Fotógrafa y escritora, diplomada en Magisterio de Educación Primaria, actualmente realiza estudios de Historia del Arte y reside en Málaga. Ha publicado el libro de poemas y fotografías Inmune, junto a la poeta Almudena Vega (Ediciones en Huida. 2015) y también coordinado junto al escritor Gabriel Noguera el libro monográfico sobre la muerte Obituario (Fundación Málaga. 2015), en el que han participado cincuenta autores jóvenes de todo el territorio nacional. Además de codirigir las revistas culturales Obituario, Macguffins y Gorogó, ha sido galardonada con el Primer Premio de Muestra Joven MálagaCrea y el Segundo Premio del Xuventude Crea, ambos en 2015 y en la modalidad de poesía.

bottom of page