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Quien aseguró que “para estar bella hay que sufrir” no tuvo ni tan siquiera la decencia de sonrojarse al decirlo. Ni mucho menos pensó en las consecuencias que iba a tener su proclama, puesto que estaba demasiado ocupado extendiendo un plan de ataque terriblemente eficaz para frenar en seco la liberación –total- femenina. Amarradas de por vida a la estética, las mujeres perdieron mucho tiempo mirándose al espejo y recriminándose fallos o taras dictadas desde un sistema injusto que las esclavizó para siempre a una imagen dismórfica. Si no había fallos, se señalaban. Si no había queja, se creaba.

 

Este sistema se llamó patriarcado y tuvo en la moda un aliado de lo más implacable para justificar su hastío hacia el elenco femenino. Al hablar de patriarcado muchas veces olvidamos la cantidad ingente de matices que el término posee y la abusiva presencia que tiene en nuestros días. Los más peligrosos, como no podía ser de otra manera, son aquellos detalles que no se ven, porque están grabados a sangre y fuego en nuestro ideario. Aceptamos como normal, como biológicamente establecido, lo que en realidad está normalizado, esto es, culturalmente impuesto. Lo realmente curioso de este estado normalizado de las cosas es la enorme cadena que nos ata –y esclaviza- a un modo de pensar, actuar o comprender el mundo y la cantidad de veces que justificamos su existencia. Abrazamos la tiranía e incluso hacemos enormes sacrificios para mantenerla.

 

El mayor exponente de este status quo es la relación que mantiene la mujer, su cuerpo y la moda. El equilibrio se consigue a través de algoritmos calóricos de lo más complejos, intervalos de ejercicios programáticos y torturas sofisticadas textiles. Un triunvirato temible al que nos apremian a adorar desde nuestra infancia, bien sea por las delicadas, finas –e  insulsas- princesas de cuento, bien sea por las escuálidas y botulínicas barbies o bien sea por la pléyade de modelos que pueblan los mass media. Las bifurcaciones, por múltiples que sean, siempre conducen a un mismo punto: “éste es el camino a seguir”.

 

Pero ¿por qué seguimos la moda? ¿por qué nos esclavizamos a ella? ¿por qué acatamos sus dictados aún cuando muchas veces son absurdos? Es tal su poder que pocos se atreven a cuestionarlo. Hacerlo significaría salir de la zona de confort, de la aceptación general, de formar parte de algo. Y al otro lado del muro se está muy solo y hace mucho frío.

 

Cientos de mensajes dañinos revestidos de glamour y sofisticación llegan a millones de mujeres cada día, instándolas a seguir un ideal que no existe, un ideal ficticio que se basa en la apariencia, en el sacrificio y en la frustración constante. No se trata de estar bien contigo misma, se trata de estar bien para los demás. 

 

De ser bonita.

 

De ser delgada.

 

De ser un poco más delgada.

 

De ser delgada para ser bonita.

 

 

Ésta es la trampa sibilina por la que caemos. Ésa es la exquisitez de la esclavitud actual.

 

 

Nota aclarativa: un Dios puede llegar a sangrar.

 

Nota instigadora: cualquier sistema injusto puede ser derrocado. 

 

 

 

A raiz de Esclavas Exquisitas

LEMARTE

 

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